martes, mayo 09, 2006

¿dónde está wally?

Hay que descubrir en qué parte de este artículo en Brando (del que ya pegué algunos párrafos) está el chivo al blog. Facilísimo.


Anunciando un milagro

En 1986, el Premio Nobel de Economía Franco Modigliani viajó a la Argentina para, decía, interiorizarse sobre “el milagro argentino” y para apreciar “cómo se aplica el Plan Austral, cuyo éxito interesa a todo el mundo”. Doce años más tarde, a mediados de 1998, el Economist publicaba las previsiones de los bancos más importantes del planeta sobre las expectativas de crecimiento de diversos países: Argentina se ubicaba tercera en el ránking, detrás de China y Polonia. A veces se ironiza sobre la tarea de esos meteorólogos sociales que son los economistas diciendo que han pronosticado ocho de las últimas tres recesiones. En el caso argentino, los economistas han anunciado en las últimas décadas no menos de cuatro milagros que al cabo no lo fueron (1979, 1986, 1991, 1997).

Estas líneas persisten en ese error.

Derrochemos de una sola vez la leve paciencia del lector con las cifras. El ingreso por persona superará en 2006 el nivel de 1998, y será un tercio más alto que en el mínimo de 2002. Durante el gobierno de Kirchner han encontrado empleo más de un millón de argentinos que no lo tenían. La tasa de desempleo alcanzará este año un solo dígito, cifra imposible de soñar en 2002 (cuando superó el 20%) y que no conocíamos desde 1993. No es sencillo encontrar un período de cuatro años con mejoras comparables en los índices económicos. En la Argentina no hay antecedentes. La salida de la Depresión norteamericana presenta características comparables. Durante el primer gobierno de Roosevelt (1933-1937) el ingreso per capita norteamericano creció 34%, y el desempleo se redujo de 25% a 11%.

Roosevelt fue elegido presidente tres veces más, y gobernó hasta su muerte en 1945.

El inverosímil hacedor de milagros Néstor Carlos Kirchner

¿Cómo se hace un milagro? En la escuela nos enseñaban como un hito en la evolución humana el tránsito del mito al logos: de la explicación sobrenatural a la científica. En la etapa del mito, fenómenos de difícil explicación natural, como los meteorológicos o los astronómicos, eran atribuidos a la gestión de los dioses o los magos. La ciencia maldita de la economía está plagada de dificultades metodológicas, como la imposibilidad de experimentar, las imprecisiones de medición y la presencia de una multitud posiblemente infinita de variables. Transcurridos al menos doscientos años de su nacimiento, los acuerdos entre sus practicantes son parciales y habitualmente temporarios. No soprende que en ese contexto las rachas de buena y mala economía puedan ser atribuidas sin escándalo a las acciones o inclusive a las caracterísitcas personales de nuestros dioses modernos: la “firmeza” de un presidente, la “tranquilidad” de un ministro.

La alternativa de construir una explicación que se precie de racional es necesariamente compleja. ¿A qué puede atribuirse el milagro argentino? Los factores que siguen están ordenados no por su importancia sino por su duración, empezando por los más coyunturales y acabando por los de más largo plazo.

1. La recuperación de la crisis. Tarde o temprano, la economía vuelve a sus equilibrios. Una situación de desempleo de 20% no se sostiene en el tiempo. El mecanismo por el que la economía marcha a un equilibrio con mayor empleo es la reducción de los salarios, que incentiva la contratación por parte de las empresas. Los años posteriores a la crisis mostraron que la depreciación de la moneda, y la consecuente caída –brutal y de un solo saque– en el valor real de los salarios es un camino mucho más rápido hacia el equilibrio que el desmoronamiento lento y corrosivo de los salarios nominales, como ocurría antes de 2001. El tipo de expansión que han tenido el empleo y el producto en los últimos años confirma la importancia del recorte en el salario real: allí donde ha caído más la proporción entre salarios –u otros costos que dependen en última instancia del salario– y precios de venta, la actividad se ha expandido más. Por ejemplo: en los sectores cuyos precios dependen del dólar (como el agro, buena parte de la industria y, en alguna medida, la construcción) la recuperación ha sido mayor que en los servicios, donde la proporción precio/costos no ha mejorado sustancialmente o, como ha ocurrido con los servicios públicos, se ha deteriorado.

2. El clima externo. La economía mundial también está viviendo un momento casi milagroso. Los treinta años entre la Segunda Guerra y las crisis económicas de los 70 han sido llamados merecidamente golden age o “años gloriosos” y allí vivieron sus propios milagros los tres derrotados del 45. La economía del siglo XXI no merece, por el momento, adjetivos más opacos. La economía mundial es hoy un 25% mayor que en 2000, y está creciendo más que en aquel período. Quizás más importante que ese promedio es la identidad de los protagonistas del crecimiento en este albor de siglo: los países en desarrollo, cuyas economías son hoy un 34% más grandes que en 2000, están creciendo más rápido que las economías maduras. Es conocido que, al ser China e India las dos megaestrellas de la película, los exportadores de aquellos bienes que alimentan a esos gigantes que se agigantan se ven particularmente beneficiados. La Argentina se cuenta entre los países que más rédito obtienen de esta nueva configuración: con una misma cantidad de exportaciones, la Argentina puede comprar hoy un tercio más de bienes importados que hace veinte años, cuando el hambre de esos gigantes empezaba a despertar.

3. El trabajoso aprendizaje de la política económica. El argentino medio vive hoy igual o peor –si se toman en cuenta, por ejemplo, los salarios reales– que lo que sus padres vivían cuando tenían su edad. Entre la población más pobre, el deterioro es más profundo. Son esas comparaciones las que nos convencen de que vivimos en un país en decadencia. Pero esas dos fotografías no agotan toda la película. En más de un sentido, la Argentina está hoy mucho mejor preparada para crecer que hace treinta años. En el mundo de hoy, tener una economía abierta al mundo, un Estado que no gaste mucho más de lo que recauda, una inflación moderada o baja y un tipo de cambio que permita competir con productores del resto del mundo (en el mercado local y en los mercados mundiales) son todas sustancias elementales de la fórmula mágica para crecer.

Por primera vez en muchas décadas, la Argentina ha conseguido tener entre sus manos todos esos ingredientes al mismo tiempo. Algunos los obtuvo por virtud, otros por defecto, pero en todos los casos su obtención fue un proceso doloroso: la apertura de la economía costó cientos de miles de empleos en sectores declinantes y poco competitivos; la estabilización de precios, conquistada con el dólar fijo y barato de la convertibilidad, presentó una dificultad adicional al comprimir la rentabilidad de muchos productores nacionales; la mejora en las cuentas del Estado requirió no sólo el traumático camino de las privatizaciones, sino que finalmente tuvo que completarse con un repudio a la deuda pública con trágicas consecuencias para el sistema financiero local; por último, el salto a un tipo de cambio competitivo, que también contribuyó a los corralones y corralitos, provocó además una redistribución del ingreso de los pobres a los ricos que sólo podrá atenuarse lentamente.

Tanto ha costado conseguir cada compuesto de la pócima del crecimiento que a quien hoy la revuelve, prueba y distribuye le conviene decir que es una fórmula de su autoría, que nada tienen que ver con los fracasados intentos anteriores. Los Hacedores de Milagros Frustrados yacen envenenados por su propia medicina, bajo lápidas que en el más misericordioso de los casos dicen “Culpable”: el que inició la apertura, el que consiguió la estabilización de precios, el que ordenó las privatizaciones, los del default y la devaluación.

De agoreros y refutadores de leyendas

¿Ya está, entonces? ¿Sólo queda esperar a que la tasa milagrosa de 8% nos convierta en España en menos de una generación?

No tan rápido. En primer lugar, de los factores mencionados hay uno que ya dejó de ser: la recuperación como tal (juntar a cada hombre con un trabajo tan mal pago como sea necesario para que emplearlo resulte redituable) ya se está acabando. Todo lo que venga es el trabajoso crecimiento que surge de la inversión. El factor externo también puede dejar de ser: aunque el ascenso de los gigantes asiáticos parezca un dato geológico de tan duro e inconmovible, los temblores de la economía mundial siguen siendo impredecibles. El reciente aumento de la tasa de interés norteamericana es una típica alarma sísmica de baja intensidad.

Luego está la cuestión de la cantidad de ingredientes necesarios para el crecimiento. Apertura, superávit, inflación baja y precios internacionalmente competitivos tienen que estar, nadie lo duda, en la receta para crecer. ¿Alcanza sólo con eso? El Consejo de los Sabios todavía está sesionando, pero algunos de ellos –que secretamente recelan y conspiran contra el Hacedor– aseguran que hay un problema esencial: el Hacedor no es de fiar. Grita, patalea, amenaza, se enfurece: nadie confiará en él, y pocos se arriesgarán a probar su receta. Es el argumento del “clima de negocios”. Los últimos datos de la economía no son favorables a estos críticos: la inversión privada –la última palabra si se trata de medir, justamtente, la predisposición a hacer negocios en el país– fue durante el último semestre de 2005 la más alta en una generación. Pero siempre queda la pregunta de cuánto podría ser la inversión si a todos esos ingredientes se añadiera un poco de seriedad y previsibilidad estilo chileno.

Además, se cuestionan la calidad o la perdurabilidad de las sustancias mágicas. Por tomar un tipo de cuestionamiento en cada caso: ¿los obstáculos a ciertas exportaciones no resienten la integración argentina a los mercados mundiales?; ¿el aumento del gasto público en momentos de crecimiento alto no pone en peligro el superávit del futuro, cuando los ingresos amainen luego de una inevitable ralentización?; ¿una inflación anual de dos dígitos –toda una anomalía en un mundo que ya casi no recuerda a la inflación– no es ya demasiado alta?; además, ¿esa inflación no carcome poco a poco las ventajas del tipo de cambio alto?

Llevaría páginas discutir cada argumento. En todos los casos es cierto que la diferencia con nuestro largo período de estancamiento es muy notable, pero también es verdad que el gobierno toma riesgos innecesarios: es muy sencillo atemperar el ritmo de crecimiento del gasto público, hacer más accesibles los alimentos sin intervenir en el comercio exterior y eliminar la inflación con una apreciación del peso hasta el punto en que no peligren las actividades que tienen chances reales de competir con los productos extranjeros.

Con todo, el desafío más fundamental de este milagro argentino –la verdadera medida de si estamos o no ante un milagro– es de naturaleza social, y hasta política. ¿Podrá la Argentina, por primera vez en su historia, combinar la integración externa a la economía mundial con la integración interna de nuestra sociedad, o es que acaso habrá que seguir usando los ladrillos de ese muro felizmente caído entre la Argentina y el mundo para construir las paredes de una Argentina para pocos: de los barrios cerrados, de los colegios privados, de las casas de pilates, de series sucesivas de Palermos y Puertomaderos?

No lo sabemos. Los indicios más recientes sugieren que este incipiente milagro argentino sí está tocando, poco a poco, a los sectores más desfavorecidos. Los salarios no marchan más lento que la inflación, y el desempleo ya toca niveles que no conocemos desde principios de los 90s. Sea eso poco, o sea mucho, alcanzará por lo menos para que la época le pertenezca a un solo hombre, o quizás también a una mujer, pero en cualquier caso a un solo nombre. Nadie puede asegurar si dentro de una generación ese nombre querrá decir El Hacedor, o si aludirá apenas a uno entre tantos vendedores de ilusiones, condenados al oprobio o al olvido.

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